El paisaje xerófito de la Península de Paraguaná se engalana con
la profusión de flores que lo caracterizan: setos de ixoras brindan sus
abundantes racimos fucsia y escarlata mientras las trinitarias, con sus
engañosas brácteas, extienden sus coloridas hojas modificadas como si abrazaran
a la verdadera flor pequeñita y amarilla que se oculta en el fondo de ese
paraguas invertido.
Pero esta tarde
es una enorme sábila la que atrae mi atención. Sus pencas concéntricas y
espinosas ocultan el nacimiento de la vara donde se sujetan las campánulas de
sus flores. Estos corimbos tubulares del tamaño de un dedo meñique, naranja
rojizo en su base y cada vez más pálido a medida que se aproxima el borde,
evocan un gran placer gastronómico. Me los imagino salpimentados dorándose en
la sartén junto a la cebolla, el ajo y los ajíes según una receta náhuatl que
algún día pasado aprendiera a preparar.
Pero no es a mí
sola a quien se le hace agua la boca frente a las flores de aloe. Como si
estuvieran participando en un festival de danza, un dueto de colibríes aletean
a ritmo desenfrenado entrecruzándose como si tejieran y destejieran un sebucán
alrededor de la espiga de la sábila. Introducen su afilado piquito por la
abertura de la flor y penetran en ella hasta casi desaparecer en su interior.
Una niña de
unos siete años ha llegado a todo pedal a mi lado y se une a la contemplación
lanzando repentinamente la tan caquetía exclamación “¡A la broma!” Apelando a
mi pasado docente, la miro y le pregunto:
-
¡Qué curioso! ¿Verdad? ¿Vos sabés qué son?
-
¡Claro! ¡Son drones intergalácticos que vinieron a colocar
cámaras de espionaje en la Tierra!
Ante tan
clarividente y actualizada afirmación, debo recoger mi bucolismo que ha quedado
esparcido por el arenoso suelo cual pétalos de alguna acacia.
Palabra: Ileana Ruiz
Ilustradión: Xulio Formoso
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