Las únicas enfermedades crónicas que matan son el
descuido y el desamor. El cáncer no es peor que cualquiera de ellas. Sin
embargo, su padecimiento deja secuelas que
jamás se curan en el cuerpo y en el alma.
Mariale
tenía 9 años cuando la conocí. Le habían amputado una pierna y debido a la
quimioterapia había perdido la totalidad del cabello. El día antes de darla de
alta, cuando nos estábamos despidiendo me abrazó fuertemente, la represa de sus
párpados abrió las compuertas y un torrente de agua salada mojó mi hombro.
Temía las burlas de sus compañeros al regresar a la escuela. Nunca volvería a
ser una niña como las demás.
Al
día siguiente la acompañé en su última consulta. Abrí mi mochila y le mostré mi
cajita de música. Al abrirla, una pequeña bailarina, de puntillas sobre su
único pie visible, giraba al sonido de la dulce melodía.
-
Ella tampoco es una niña como las demás. Tú decides si lloras o bailas.
-
¿Me la regalas? Voy a bailar.
Hay días en los que al
contemplar mi propio cuerpo mutilado siento que, como una vez me dijera el
poeta Gustavo Pereira, “cierta humedad
se desprende de las cavernas del alma y empañan por un momento la mirada”. Entonces,
cuando estoy a punto de sucumbir ante la autocompasión, acordándome de mi
cajita de música decido ser campeona de vuelo paralímpico.
Palabra: Ileana Ruiz
Dibujo: Xulio Formoso
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