lunes, 9 de septiembre de 2013

The Dubliners

                    

I

El año pasado 2012 por esta fecha Los Dubliners cumplieron 50 de fundados y casi simultáneamente falleció a los tempranos 72, Barney McKenna (Banjo Barney) miembro fundador, insigne contador de chascarrillos y uno de los pocos miembros vivos que aun quedaba. A un año de esos sucesos y cargándome con la nostalgia del caso y tratando, casi siempre infructuosamente, de enemistarme con los bordes que impone mi natural melancolía céltica, cantándole al desarraigo y siempre borrando una y otra vez el nombre a las heridas; la ocasión me resulta propicia para volver a oír sus baladas de marineros y emigrantes, rememorando amores y desamores de esos que te parten el corazón en pedacitos sangrantes, frente a una pinta de Guinnes, la negra y amarga cerveza irlandesa, de lejos la mejor del mundo y sus alrededores. En todo caso, no vayan a pensar por el título que esta es una reseña literaria acerca de James Joyce y su obra. Mi atrevimiento no llega a tanto. Sucede que en Febrero de 1997, en pleno invierno norteuropeo, en esas extrañas andaduras que a veces se me dan sin proponérmelo por una serie de curiosas coincidencias, andaba yo por el noreste de Irlanda, acompañando de asomado a mi primo Iker, el de la rama vasca de los Formoso, orgullo de la familia, conferencista y docente de arte prehistórico de la Universidad Complutense, en unas conferencias sobre las manifestaciones celtas en la Cornisa del Cantábrico, a las que había sido invitado por el Trinity College de Dublin. El caso es que nos enteramos de que el legendario grupo The Dubliners actuaba en Drogheda, una de las más antiguas ciudades de la verde Erin a escasas 30 millas al norte, en plena costa y con unos vientos gélidos y rasantes del mar de Irlanda que se te metían en el tuétano. 

(Esta historia continuará)


II
Pues nada más fue saber que The Dubliners actuaban en Drogheda en una única función y el Iker y yo salimos de Dublin a toda pastilla en un taxi que terminó por pulverizar nuestro exiguo presupuesto. Llegamos a un abarrotado y bullanguero McPheil’s con cuatro horas de anticipación y no fue fácil conseguir un lugar medianamente adecuado. Conocíamos de años a estos Dubliners a través de discos emblemáticos como Prodigal Sons y Further Along. En principio, músicos de bares de más que dudosa reputación que, a comienzos de los sesenta comenzaron su singladura en el famoso O’Donough’s donde el violín y el whistler (flauta celta de característico sonido) enmarcaban las historias en gaélico dando consistencia a una reivindicación de identidad musical que corrió como la pólvora y se divulgó en los turbulentos y sangrientos tiempos de la guerra civil en Irlanda del Norte por los predios de Belfast y Londonderry. Habían asumido su nombre artístico inspirados en la novela de James Joyce y fueron dando forma a un repertorio compuesto por antiguos y jocosos cantos de taberna y en arcanas tonadas populares de emigrantes, campesinos y marineros. En 1967 irrumpieron con fuerza en el mercado musical anglosajón con una canción que los hizo célebres: Seven Drunken Nights (Siete Noches de Borrachera), éxito censurado en la pacata y conservadora Irlanda de la época y que los proyectó incluso a aquel incipiente mundo del rock wasp (blanco y anglosajón) liderado por los Beatles y los Stones. Estos cinco dublineses que influenciaron a dos generaciones y dieron lugar a grupos como U2, se presentaron esa noche con otra leyenda en sus filas: el bardo Paddy Reilly. Nunca olvidaré esa fecha. A los tres días mi primo Iker se murió en Maynooth. Vaya esta columna en su memoria.

Palabra y dibujo: Xulio Formoso

jueves, 5 de septiembre de 2013

Blues Boy King









I

Así como el Tirol austríaco es el lugar de nacimiento del vals, los arrabales del Río de la Plata el del tango o las tabernas de Lisboa el del fado, El Delta del Mississippi es el lugar de nacimiento del blues. Y así como el fado es la fatiga del alma y el tango es un sentimiento que se baila, el blues es un sentimiento que se canta. Canción de trabajo, canción de oración, rimas inglesas, baladas irlandesas y escocesas y herencia directa africana occidental. Todo eso es blues. Y mucho más que eso también. Para ser un bluesman, no es absolutamente necesario que vengas del Delta pero ayuda, y mucho. Y tampoco es condición indispensable de credenciales el que hayas echado escardilla y doblado el lomo en un campo de tabaco o algodón, pero si lo has hecho y has sabido conjugar la tradición de llamada y respuesta tribal transformando todo eso en una interacción entre guitarra y voz, entonces estamos hablando de sensibilidades, sentimientos, conmociones, afectos, tristezas del alma, dolor con desgarramiento por desamores, deslealtades y falsías, heridas sangrantes y supurantes de corazón, testículos y ovarios, entonces mi amigo, estamos hablando de blues. Tanto el blues como el country surgen en las mismas regiones sureñas de Estados Unidos en el XIX. Y se comienzan a hacer grabaciones en los años veinte del siglo pasado cuando la incipiente industria discográfica crea categorías de marketing denominadas “música racial” y “música hillbilly” para vender canciones a negros y blancos, respectivamente. En esa prehistoria de los géneros no hay una clara distinción entre ellos, excepto por la raza y el aspecto de los intérpretes y a veces, ni eso. La idea era hablar de Blues Boy King, mejor conocido como B.B.King pero me quedé en la introducción. Seguimos en la próxima.




II

Nacido en una cabaña sobre una plantación de algodón cercana a Itta Bena, Mississippi, Riley B.King cumple este 16 de Septiembre 88 años y contando. Ineludiblemente, por raza y antecedentes, a los 9 ya estaba recogiendo copos blancos y cantando en las calles, lo cual es una excelente manera de iniciarse en esto del blues. Hay quien dice que el blues es la madre de todas las músicas del siglo XX; en todo caso, en estas primeras décadas del siglo, para un negro aparcero en el profundo Sur resultaba imposible eludir que las cenizas de su historia serpenteaban por una realidad estéril dispuesta a enterrar esperanzas. Riley decidió que eso de rendirse ante lo perverso de la cotidianeidad era como entregarse a los que no sueñan, a los que no aman y a los que visten de luto los corazones de los que los rodean. En los cuarentas, King consigue un trabajo de DJ en una importante radio de Memphis y alterna con actuaciones en clubs locales. Una noche hay una pelea en el club entre dos parroquianos por una mujer, como consecuencia el local se incendia y King se mete a rescatar su Gibson acústica. La mujer por la que pelean se llama Lucille y Blues Boy King decide a partir de entonces que esa Gibson y todas las que vendrán después se llamarán Lucille. Son innumerables los discos grabados, las canciones compuestas, los Grammys y los premios de todo tipo recibidos por este músico insigne. Su manera de tocar es única y crea escuela. Sin nungún deseo de convertir esta columna en una reseña lavada con multitud de fechas y acontecimientos tipo wikipedia, solo debería concluír que el King más que una referencia musical es definitivamente, una referencia histórica y que su música suele ser un ejercicio de metafísica inconsciente, en la cual el espíritu no sabe que hace filosofía.

Palabra y dibujo: Xulio Formoso