Xulio Formoso. Alejo Carpentier |
¡Ay, compañero
Alejo! ¡Qué problema con la actual novela latinoamericana! ¡Qué problema con
querer ser simplemente escrito y te endilguen la responsabilidad de vanguardia!
¡Cómo quisiera
quedarme sólo siendo burbuja de jabón en la batea de Salomé! Lavar, parir.
Parir, lavar en un mismo gesto. Pero en este trayecto conspicuo, real
maravillosamente americano no convienen
las mismas palabras retóricas y alucinadas, azotes macerados, relatos a sorbos.
En América Latina no puede haber literatura sin
conciencia política. Nadie muere ni desaparece al cerrar el relato. Nadie
es matado por efecto del daño.
Siempre algo nos apura, nos exime de culpas. Sujetos al ardid atestiguamos lo
infructuoso del sueño de Hemenegildo o las diferencias elaboradas a tientas, tientos y diferencias de la historia de
Cuba, de la Amazonía, de Venezuela.
¡Ay, compañero Carpentier!
Es triste conocer La Habana desde un hospital. En esas condiciones se hace
preciso huir de tu puño y letra,
deslizándose por sones y trovas leyendo La
música de Cuba.
Entre lonas
perforadas o frutos recientes se insertan labios azules ofreciendo tregua a las
heridas o, al menos descubriendo que las
bellezas de una vivienda se ocultan debajo de los muebles. Entonces, la
piel se despliega en el poro exacto y hay que permitirle que yazga en el
paréntesis como en Los Advertidos,
donde Amalivaca, Sin, Noé, Deucalión, Out-Napishtim, son cinco héroes
embarcados en la misma misión de salvar la humanidad de las inclemencias
naturales.
¡Ay, compañero!
Alejémonos un poco de la vorágine cotidiana. La única cura eficaz para el
despecho es poner entre los amores frustrados tierra, tiempo y trabajo. Es como vivir en El reino de este mundo.
Luego de encender
el balastro de la palabra no hay marcha atrás. ¡Ay, compañero! Es que cuando una se enamora, mil lirismos nacen de la intimidad. Hay,
entonces, que descubrir que la distancia más corta de encuentro entre dos personas
es la línea recta del beso.